Las
luces del salón titilaron. Volvieron a titilar una y otra vez mientras
mirábamos la tele. Mejor las apago,
dije, no sea cosa que se quemen. Era raro, sólo titilaron las del salón,
ninguna del comedor ni de la cocina. Unos minutos después volví a encenderlas y
antes de girar mi cabeza hacia el televisor, un movimiento me desvió la vista:
dos hojas del poto se agitaron. Sólo dos hojas de esa planta. Ninguna otra
planta se agitó. Ninguna otra hoja. Sólo dos. No fue un temblor, se movieron de
arriba abajo como si una ráfaga de viento las hubiera sacudido sólo a ellas,
pero no estaban abiertas las ventanas. Volví a encender las luces. Dos minutos
después volvieron a titilar. Las apago, dije nuevamente. Cuando las del salón
estuvieron apagadas, titilaron las del comedor. Joder, dijo mi marido, la culpa
la tiene tu altar. Y eso que no les puse comida ni bebida, ni un camino de pétalos
de cempasúchil, ni el farolito de papel en
la puerta de la casa, dije yo. Me encontraron igual. Mejor hago sonar las
campanitas.
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